El punto de encuentro fue la recién estrenada estación de bicicletas eléctricas en la
Cuesta de Moyano. Habíamos acordado vernos a las 18 horas, pues no queríamos
perdernos ni un segundo del acontecimiento, aunque yo no dejaba de pensar que
era algo pronto y que seguramente seríamos de los primeros en llegar a la
fiesta pues, como solemos predecir, estas cosas siempre empiezan tarde. Al
llegar a Atocha, quedé maravillado cuando vi la inmensa cantidad de gente que
ya se encontraba en el Paseo del Prado, esperando el comienzo de la
Manifestación Estatal; cruzar la calle para llegar a Moyano fue casi como
intentar entrar al metro durante esos días de huelga que de vez en cuando nos
toca sufrir.
Faltaba menos
de media hora para el inicio de la manifestación cuando la bocina de un autobús
repleto de turistas hizo que me percatara de que uno de los carriles del Paseo continuaba abierto
al tráfico, aunque ya miles de personas lo inundaban. Reí para mis adentros al
tiempo que me decía: “éstos de arriba…es que ya no saben qué hacer para sabotear”. Era
para mí evidente que esos “descuidos” formaban parte de ese plan ridículo y, como
la evidencia ha dejado muy en claro, fracasado, de estropear la más multitudinaria de las fiestas. Con ello, la manifestación cobró para mí un
significado adicional: alguien me dijo una vez que ya todo estaba hecho… pero… ¿quién?
Pasados unos
minutos de las 18:30 unos petardos y los consecuentes vítores indicaron que la manifestación arrancaba. Poco después empecé a dar mis primeros pasos sobre la
calzada, lleno de emoción: era la primera vez que abandonaba la barrera desde
la que siempre he tenido por costumbre ver, muy cómodamente, los toros, y me
lanzaba al ruedo, junto con muchos otros miles de hombres y mujeres, para
defender la dignidad humana, la igualdad, el respeto a la diversidad, la
tolerancia. Manifestamos por nosotros, pero también –y, en esta oportunidad,
sobre todo- por aquellos que no pueden hacerlo.
Desde el
corazón del ruedo, la perspectiva de las cosas era muy distinta a la del tradicional pararse
a mirar. Desde allí miras, claro que miras, pero también te miran, muchísimos
ojos te miran, algunas manos te aplauden; dejas de ser testigo, pasas a ser
protagonista. Sabía que para muchos de los que estaban allí también era la
primera vez; para otros cuantos, quizás
demasiados, era uno de los pocos días del año en que podían dejar de ser
invisibles; en ningún momento pasé por alto que muchísimos hubieran querido estar
allí pero no pudieron. Es complicado expresar con palabras las emociones vividas
en casi tres horas de trayecto hasta la Plaza de Colón: ¿Acaso es fácil
describir lo que se siente al estar arropado por un millón de amigos?
No cabe duda
de que Madrid, otra vez, lo logró. ¡Vaya que si lo logró! No me refiero,
evidentemente, a su gobierno que, por insistir en prejuicios que ya deberían estar superados, discrimina abiertamente a miles de ciudadanos (electores y contribuyentes, para
más señas) y viola descaradamente sus obligaciones como garante de la seguridad
y el buen trascurrir de acontecimientos como el Orgullo Gay. Es así como, a
diferencia de muchos otros eventos, no hemos visto vallas que separaran a
manifestantes y público e impusieran una distancia mínima de seguridad entre
personas y carrozas, no hemos encontrado ninguno de esos imprescindibles baños
portátiles en los que poder aliviar la vejiga, no se han reforzado los
servicios de transporte público ni se han cerrado calles donde infinidad de
personas festejaban la diversidad al tiempo que hasta camiones de la basura
realizaban su recorrido habitual, aunque las circunstancias de esa noche fueran
extraordinarias.
De quien hablo
es del pueblo de Madrid, de su gente; y
de esos miles de visitantes de todos los rincones de España que recorrieron
kilómetros y kilómetros para alzar su voz por la dignidad humana y demostrarle
a nuestros gobernantes que España está, firme, del lado de la igualdad, el
respeto y la tolerancia.
Por Moisés Martín
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