Hola de nuevo,
queridos amigos y amigas de Cogam.
He vuelto a
sacar la pluma, no para pasearla como
muchas veces hago, en las magnificas y divertidas excursiones que se organizan
a través de Cogam sino para escribir un montón de palabras sobre un problema
que considero muy serio y al que me he tenido que enfrentar dos veces en apenas una década. Me refiero al
derecho de morir DIGNAMENTE y al testamento vital.
Hace unos
cinco años, un alto cargo de la prestigiosa Fundación Nobel de Suecia y gran
amigo mío, me ofreció en varias ocasiones, una elevada suma de dinero por
acabar con su vida, en el caso de que la edad y la enfermedad le convirtieran
en lo que él consideraba una carga para sus seres queridos. Era esta
posibilidad, la de convertirse en un problema para los demás, lo que le tenía
más preocupado. Entre bromas, acordamos 500.000 coronas suecas –unos 50.000
euros- por mi “colaboración”. Él estaba dispuesto a legármelos en su testamento.
Jamás llegamos a firmar el acuerdo.
Desgraciadamente,
apenas seis meses después, ocurrió lo que él tanto temía: sufrió un ictus.
Quedó hecho un pajarito, encogido e inmóvil, tumbado en la cama de la unidad de
enfermos terminales de un hospital de Estocolmo. Repetidas veces, fui a visitarle
a esa deprimente lugar y solo en un par de ocasiones, tuve la sensación de que
me reconoció. Me lo decían sus ojos cuando le hablaba. No sé hasta qué punto
estaría en sus cabales. Cada día, los médicos le administraban gran cantidad de
medicamentos. Recuerdo que un día le dije: quieres morirte, ¿verdad? ¿Te
gustaría que te matase ahora mismo? De sus ojos salieron dos lágrimas que sequé
con las yemas de mis dedos. Fueron muchas y muy fuertes las ganas que me
entraron de estrangularlo, justo por el cariño tan grande que sentía por él. Salí
de allí corriendo y llorando de tristeza e impotencia.
Una semana
después, fui de nuevo a visitarle. Me acuerdo muy bien. Era un domingo, sobre
las cuatro de la tarde. No había nadie en recepción. Tomé el ascensor hasta el
último piso, el de la unidad de enfermos terminales. No veía a nadie, ni
visitadores ni enfermeros. Conforme iba atravesando el largo corredor, pasaba
por delante de las puertas de las habitaciones. Algunas, medio abiertas,
dejaban entrever a los pacientes. Estaban sobre sus camas con expresiones
ausentes. Parecían muertos en vida. Aquello, me sobrecogió. Cuando llegué a la
habitación de mi amigo, le vi exactamente en la misma posición de la semana
anterior. Olía fuerte a orina y heces. Le pasé la mano por la cabeza una y otra
vez, hasta que por fin, abrió los ojos un instante. Me miró y los volvió a
cerrar. Traté de que volviera conmigo con suaves caricias en las manos y en el
rostro, pero no me respondía. Cogí uno de los almohadones y lo puse sobre su
cara y en lugar de tener la fuerza para asfixiarle, rompí a llorar. Levanté de
nuevo el almohadón y me largué de allí a toda prisa, sin que nadie advirtiese
mi presencia. Tres días después, mi amigo falleció. Me lo comunicó su esposa,
maldita para mí, porque fue ella la que se opuso a la muerte asistida, a pesar
de que sus hijos y yo le insistimos varias veces en que esa era la voluntad de
su marido. No acudí al entierro. Me quedé muy triste y con un amargo sabor de boca
que vuelvo a sentir cada vez que lo recuerdo todo.
La segunda
historia es la de mi hermana. Hace un par de años, también sufrió un ictus. En
este caso fue de segundo grado, es decir, quedó tocada, pero no paralizada del
todo como le pasó a mi amigo sueco. Inmediatamente, toda la familia nos pusimos
a trabajar. Solicitamos que fuera sometida a rehabilitación en la sanidad
pública valenciana. Como toda respuesta, nos dijeron que estudiarían su caso
para ver si cumplía con los requisitos y que, de ser así, la pondrían en lista
de espera. Según un especialista privado con el que contacté , la
rehabilitación debe ser inmediata para que los pacientes de este tipo de ictus
puedan recuperar cuanta más sensibilidad y motricidad perdida mejor. Así que internamos
a mi hermana en un centro privado, a razón de 500 euros diarios que pagamos entre
sus tres hijos y yo. Hoy en día y gracias a este esfuerzo de todos, ella tiene
movilidad suficiente para valerse casi por si sola en el día a día. Sin embargo, ha perdido la memoria
inmediata, el sentido de la orientación y la facultad de concentración. También
se irrita con facilidad y, como una niña, ya no sabe comportarse en público. En
otras palabras, de alguna manera es una persona dependiente. Me he propuesto
que tanto mi hermana como su marido, que tiene 82 años, firmen el conocido como
testamento vital para evitarles y evitarnos sufrimientos, tratamientos
costosos, y el tiempo y la dedicación de que no disponemos, así como la vergüenza y humillación que
puedan sentir al verse ellos mismos en un estado deplorable y sin retorno. Creo
que es una forma de demostrar, respeto y amor por los demás, ya sean familiares o
amigos.
Todos hablamos
y hablamos. Mucho y de casi todo. Pero la muerte y el derecho a irnos con
dignidad, sigue siendo un tema tabú. Y no entiendo por qué: a todos nos llegará
el momento. Será por nuestra cultura católica, que la asocia al sufrimiento.
Será por la iconografía que siempre asocia la muerte con la oscuridad y al
miedo. Personalmente, no estoy de acuerdo con esto. Creo que hablar de la
muerte no significa hablar de algo triste que por necesidad nos tenga que
deprimir. Es, simplemente, familiarizarse con ella, sin que nos quite las ganas
de vivir. No le tengamos miedo a la muerte y seamos conscientes de ella,
precisamente para disfrutar más de la vida y para que cuando llegue el momento,
la recibamos como a una amiga.
PD: DMD (Derecho a Morir Dignamente) es una asociación sin ánimo de lucro,
registrada en el Ministerio del Interior con los siguientes fines:
![](file:///C:/Users/Nika/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif)
![](file:///C:/Users/Nika/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif)
Para la AFDMD
la disponibilidad de la propia
vida, la facultad para decidir
sobre el propio devenir y su finalización sin sujetarse a opiniones o directrices ajenas a su
voluntad es un bien innegociable reconocido como un valor supremo en
la Constitución, comprendido por tanto dentro del marco de las libertades y
derechos democráticos. Esta posición, absolutamente respetuosa con la libertad
de cada individuo, está respaldada desde hace años por una mayoría de
ciudadanos, empezando ahora a llegar a algunas instancias institucionales.Toda la información necesaria
sobre el testamento vital, la podéis conseguir con una simple llamada
telefónica a DMD telf. 913 691 746
Testamento vital
No quiero ser enterrado
Con pompa de duelo,
Ni tampoco ser bocado
del diente funerario,
Pagando a los buitres
Por el mero hecho
De ser sepultado.
Boca y
mente ya cerradas
Sin poder disfrutar de nada.
Ni lágrimas ni flores
Ya que nada siento
Solo quiero silencio.
Olvidarme en un rincón
De esa nada que es
De donde vengo.
Y en lo posible
Por favor…….
Aliviarme el sufrimiento.
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